Dicen las leyendas urbanas de Instagram que si tu pareja no se pone celosa no te quiere de verdad. Al menos eso parecen creer muchos jóvenes hoy en día: lucen los celos propios o ajenos como si fueran una medalla romántica, una prueba irrefutable de amor profundo. “¿Que tu novio se enfadó porque vio un comentario inocente en tu foto? ¡Claro! Es porque le importas muchísimo”. Esta curiosa inversión de valores convierte una emoción tradicionalmente tóxica en un trofeo de relación ideal. Irónico, ¿no? Pues más de la mitad de los adolescentes encuestados llegaron a decir que los celos son una expresión de amor. Es como si hubiéramos confundido al príncipe azul con el Hulk verde de la envidia.
Por supuesto, en la vida real (esa que existe más allá de las stories de 24 horas) sabemos que los celos no son vitamina para el amor, sino kriptonita pura. Pero la cultura popular insiste en su lado “romántico”: cuantos más celos te tienen, más querido te sientes. Cuando apareció en 1985 El amor en los tiempos de cólera, recuerdo cómo Fermina Daza —genialmente descrito por García Márquez— olfateaba con naricilla de chucho la ropa de su marido porque sabía que había estado con otra, y ahí se quedaba la cosa. Pensaba para mis adentros: ¡qué claro tiene todo esta tía! Sin embargo, hemos llegado al punto en que alguna gente presume: “Mi pareja es tan celosa que me revisa hasta los recibos del súper. ¡Así de locamente me ama!”. Y ojo, que esta mentalidad no es solo anécdota: 6 de cada 10 jóvenes varones piensan que demostrar celos a la pareja es una forma válida de demostrar amor. “Algo huele a podrido en Dinamarca”… y no es precisamente el sushi que cenaron los tortolitos, sino esa vieja idea de que el amor verdadero duele, controla y cela.
Likes, stories y el control 24/7
Vivimos en la era en que un like a la foto equivocada puede desencadenar la III Guerra Mundial doméstica. Las redes sociales se han vuelto el nuevo escenario de los celos 2.0: ahí donde antes encontrabas una escena de celos en una fiesta porque alguien miró a tu pareja “de reojo”, ahora la encuentras porque le dio like a la foto de 2015 de su compañero de clase. ¿Prueba irrefutable de infidelidad? Claro, en la mente del celoso/osa detective con su lupa digital.
De repente te encuentras en una relación en la que por “confianza” te pide todas tus contraseñas y de vez en cuando revisa tus chats, pero siempre por amor, claro, solo por amor. De pronto, activas la ubicación en tiempo real, no por seguridad, sino porque si te mueves más de cien metros sin avisar te espera un interrogatorio digno de un capítulo de CSI.
Y no solo eso: tu pareja sabe exactamente quién da like a tus fotos, cuántos seguidores nuevos tienes y qué tan atractivos son en una escala que va desde “no pasa nada” hasta el nivel más dramático de reina del drama.
Cada vez que subes una story donde aparece algún amigo o amiga, inmediatamente recibes un mensaje preguntando con ironía sospechosa: “¿Y ese/esa quién es?”. En realidad, detrás de esa pregunta se esconde su deseo oculto (o no tan oculto) de aparecer en todas tus publicaciones como un sello de propiedad emocional.
Además, existe esa infalible prueba del doble check azul: si ha visto que leíste su mensaje y no contestaste en treinta segundos, automáticamente asume que seguramente estabas demasiado ocupado… siendo infiel, claro.
Así funciona el amor tóxico moderno: disfrazando el control de preocupación romántica, y convirtiendo la confianza en un campo minado de inseguridades digitales.
Lo más delirante es que estas red flags de libro se han romantizado. Donde cualquier terapeuta vería señales de alarma, muchos jóvenes ven intensidad pasional. La lógica retorcida viene a ser “si no sufre por mí es que le doy igual”, o algo así. La privacidad se vuelve enemiga, y la confianza un valor infravalorado frente al reconfortante abrazo de la inseguridad disfrazada de amor. En tiempos donde hasta puedes saber si alguien está “en línea” o si dejó tu mensaje en leído, el Monstruo de Ojos Verdes tiene un nuevo hábitat: tu pantalla de 6.5 pulgadas.
Otelo recargado: del teatro clásico a tu timeline
Ya Shakespeare nos había avisado hace más de cuatro siglos, poniendo en boca de Yago una frase inmortal: “¡Cuidad de los celos, mi señor, es el monstruo de ojos verdes que se burla de la carne de la que se alimenta!”. En la tragedia de Otelo, los celos desatados llevan al desastre más absoluto (destripe literario): el pobre Moro de Venecia acaba estrangulando a su amada Desdémona, cegado por sospechas infundadas. Un dramón de los buenos. ¿Y qué hicimos nosotros, habitantes del siglo XXI? Pues invitar al monstruo de ojos verdes a casa, ofrecerle cafelote y wifi, y hasta sacarle selfies. En serio, si a Otelo le hubieran dado un smartphone, ¡la obra se acababa en el Acto I! Imaginemos a Otelo stalkeando el Instagram de Desdémona: viendo que a @Cassio_Guaperas le “encanta” la última foto de ella, y luego chequeando el último seen de Desde en WhatsApp a las 2 a.m. Tragedia asegurada, versión streaming.
Lo más curioso es que, aunque todos sabemos cómo termina Otelo (muy mal, gracias), la figura del amante enloquecido de celos sigue teniendo un aura romántica en el imaginario colectivo. La narrativa del “amor que todo lo justifica” envuelve a estos tóxicos como si fueran simplemente apasionados incomprendidos. Hasta existe un término clínico inspirado en Shakespeare: el famoso “síndrome de Otelo”, que describe el delirio irracional de creer que tu pareja te es infiel sin pruebas. En el siglo XIX bautizamos la patología, ¡claro que sí! pero en el XXI la ponemos en un pedestal y le hacemos hashtags, porque ¡somos así de grandes! Si me llegan a decir a mis veinte añetes que iba a estar localizada 24/24 con geolocalizador tipo KGB y todo quisque llamándome cuando les da la gana, sin fines de semana, sin hacer lo quiero porque dejo “sin leer” un mensaje… con franqueza, no sé qué reacción se hubiera experimentado en mi cerebro, pero chunga, seguro.
Para más inri, muchas de las grandes historias de amor de la literatura y el cine vienen cargaditas de celos y posesividad, presentadas como parte del “gran amor”. Desde Cumbres Borrascosas hasta ciertos triángulos amorosos de telenovela, nos han vendido que los celos intensos = amor intenso. Y nosotros, felices, nos lo comimos con papas. Porque aceptar un amor tranquilo, basado en la confianza, nos debe de parecer poco digno de una story emocionante de Instagram. “Relación sana busca espectador” suena a anuncio sin clicks. En cambio, “relación tóxica con tintes shakespearianos”, eso sí que nos entretiene, aunque seamos los protagonistas sufrientes de la trama.
Riendo entre monstruos (y pensando un poquito)
Es evidente que aquí nos estamos tomando el tema con humor (negro verdoso, como los ojos del monstruito). Pero detrás de cada chiste hay una realidad que preocupa. Confundir celos con amor es como confundir arsénico con azúcar: puede que se parezca en el frasco emocional de la pasión, pero el resultado es veneno puro. Y es un veneno que se cuela fácil: ¿quién no ha sentido ese pinchito de celos alguna vez y ha pensado secretamente que era casi poético? ¡Error 404, amor sano not found! ¡Ya sé que doy cringe! Los celos, lejos de fortalecer una pareja, la minan, la vuelven un campo de batalla de inseguridades. No son una prueba de amor, sino de miedo: miedo a perder, miedo a no controlar, miedo a no ser “suficiente”, y eso no es nada bueno tía, bro y sis.
Así que, queridos lectores millennials, centennials y cualquiera que necesite oírlo: los celos no son románticos. No son ese beso apasionado bajo la lluvia en la última escena; más bien son el personaje secundario siniestro que sabotea el happy ending. La próxima vez que alguien presuma de que su pareja le monta escenitas dignas de telenovela turca “porque la ama demasiado”, podemos soltar una carcajada irónica y, de paso, invitar a reflexionar. Porque amar de verdad quizá no dé para memes tan jugosos, ni para dramas dignos de Shakespeare, pero oye, tiene un algo especial llamado confianza que sabe infinitamente mejor que cualquier medallita oxidada de celos mal entendidos.
En resumen (por si entre broma y broma se perdió la idea): mejor coleccionar momentos de confianza, tal vez de amistad y convivencia, de risas también, que medallas de celos. Dejar al pobre Otelo en el siglo XVII, donde pertenece (o en el hilo de memes de teatro clásico, como mucho), y empezar a entender que el amor sano quizá no vende tantas entradas, pero al menos no acaba en tragedia. Y eso, amigos míos, vale más que todos los likes del mundo.
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