Como reza en la popular y bien conocida canción del cantautor panameño Rubén Blades, en ocasiones la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Y para quienes aún no conocíamos los ensayos o la narrativa del asturiano Miguel Barrero, El guitarrista de Montreal es una digna presentación, propia de un escritor que, aunque nacido en 1980 y, por lo tanto, aún en pleno proceso de creación con lo que está por venir, exhibe, con todo el descaro del mundo, un estilo muy personal y una prosa que parece aprendida de los libros de poesía.
En la “Coda del autor” —que podía habérsela ahorrado perfectamente— con la que se concluye la obra, Barrero insiste en el hecho de que, por más que lo haya intentado, no ha podido consignar la identidad del joven guitarrista gitano: “Nadie sabe su nombre —concluye— y en ningún lugar constan las circunstancias de su vida, como si hubiese surgido de la nada y regresara a ella una vez cumplida su misión en este mundo”. Sin embargo, unas cuantas páginas más atrás, se atreve a dar un nombre: Jacinto. Un gitano llamado Jacinto, que representa, de algún modo, el disfraz de la tristeza y al que imagina sudando y exhausto, como suele ocurrir con los de su oficio, cantando y palmeando, bebiendo hasta bien entrada la noche. Ya dijo Bécquer que el que tiene imaginación es capaz de sacar de la nada todo un mundo. Y eso, precisamente, es lo que sucede en estas espléndidas y sugerentes páginas. Cuando uno no es capaz de demostrar los hechos con papeles e imágenes, tiene todo el derecho de mundo a imaginarlo. Por eso, la historia del gitano, supuestamente llamado Jacinto, fluye como un río subterráneo por estas páginas. Sobre todo en ese pasaje, que Barrero nos hace vivir como privilegiados espectadores sentados en un mullido sillón en primera fila, con el que nos traslada a los años cincuenta, cuando en el Murray Hill Park se produce el primer encuentro entre maestro y discípulo —ambos veinteañeros, y casi seguro que barbilampiños—, iniciando así una historia que pertenece al mundo de la hipótesis, por lo que Barrero, tirando de sensibilidad y de nostalgia, habla de esa exigua existencia que se irá diluyendo poco a poco hasta extinguirse por completo.
García Lorca también tiene aquí sus cinco minutos de gloria. Porque el poeta granadino ha formado parte de la vida de Cohen, hasta el punto de poner el apellido del autor de Poeta en Nueva York como nombre a su hija, Lorca, de lo que siempre se sintió muy orgulloso. Cohen llegó a Lorca por pura casualidad. O quizá no tanto. Porque, como admite Miguel Barrero, tocando así la fibra sensible del lector, “los versos de un poeta muerto parecían haber sido escritos sólo para que él (Leonard Cohen) llegara a leerlos”.
Barrero no se resiste a contar, por enésima vez, pero que aquí, por esa magia de la escritura y por ese milagro de la pasión, parece todo como nuevo, la historia del manuscrito de Poeta en Nueva York. Y pone en conexión al poeta andaluz con el cantante norteamericano como si ambos se hubieran encontrado en algún lugar desconocido del universo para darse un abrazo. Cohen tenía quince años cuando descubrió a Lorca, el poeta que más le ha influido. Y lo descubrió en una antología escrita en inglés que, por el uso, fue perdiendo páginas a medida que iba leyéndolo una y otra vez hasta empaparse con sus versos.
De no menor emotividad son esos dos pasajes en los que, con gran sutilidad y en un escaso espacio, Miguel Barrero cuenta la primera visita a España de Cohen, en octubre de 1974, cuando el experimento franquista estaba a punto de irse al garete. Aun así, Cohen tuvo el arrojo de interpretar, ante el público presente, una canción como “The Partisan” como si fuera un himno de la resistencia, como una muestra de solidaridad —según se deja constancia en estas páginas— hacia los ciudadanos que sufrieron en sus carnes los rigores del Régimen.
Ni siquiera las referencias técnicas sobre determinados aspectos musicales, que los profanos no terminamos de entender del todo, que aparecen en la obra, empañan lo más mínimo la calidad del libro. Barrero hace su trabajo con brillantez y no tiene empacho alguno en utilizar el lenguaje que en ese instante se precisa. De tal experimento nace otra de las más brillantes historias paralelas al grueso de la acción: la estancia de Bach en Lübeck. El músico que, por fin, regresa a Arnstadt ya no es el mismo que se había marchado hacía seis meses, “sino otro que había encontrado en el norte de Alemania la voz con la que quería dirigirse al mundo”.
Miguel Barrero, que, a la vista está, se ha despachado a gusto poniendo en nuestras manos un libro extraordinario, escrito primorosamente, con una prosa poco habitual en estos tiempos, juega conscientemente con el lector —al que pone a prueba con su inteligencia y perspicacia— desde el título mismo, El guitarrista de Montreal. Porque la cuestión es ¿a qué guitarrista se refiere en realidad? Porque en la imagen de cubierta —una hermosa y sugerente fotografía en blanco y negro del reportero gráfico canadiense Frank Lennon, publicada en el Toronto Star— se aprecia, de manera nítida, el concentrado rostro de Leonard Cohen, con su guitarra española entre las manos, frente a un micrófono que espera con ansiedad la aparición de su voz. Y sin embargo, una vez leída la obra, si se presta la debida atención, queda meridianamente claro que ese guitarrista de la ciudad de Montreal ha de ser, por fuerza, el misterioso gitanillo veinteañero que, al parecer, acabó suicidándose, y que, según deja plasmado Barrero en diversas partes de su libro, como el propio García Lorca, fue crucial en el desarrollo de la vigorosa vida artística de un Cohen que, como buen caballero, supo ser agradecido.
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Autor: Miguel Barrero. Título: El guitarrista de Montreal. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todostuslibros.
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