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Griffith: El cine habla

El último Griffith, el del sonoro (¡con sólo dos películas!), es un caso de resplandor y precipicio. Su cine rompía a hablar ya sabio; quizás por ello su compostura, concentrado en sí mismo, ofreciéndose como posibilidad. No fue sin embargo a más, cortado en seco, y de ahí la sensación que nos deja ahora, la de una maestría apartada antes de tiempo por ansia de la moda, montada en caballos más rápidos que la muerte. Su legado fructificó, pero sobre sus dos últimas obras cayó el polvo y permanecieron intactas, olvidadas encima de la mesa por desprecio o desinterés, como ocurre en los cuentos.

"La película toda transcurre en una luz especial de realidad trascendida, de verdad mayor"

A la manera de un cuento, precisamente, arrancaba la primera de ellas, con la maqueta de un bosque sobre el que arrecia el viento, y en el bosque una cabaña, y en la cabaña nace un héroe. Era una película biográfica sobre Abraham Lincoln y así se tituló, sin más. El travelling por ese bosque daba paso a una serie de estampas vitales, a la manera de un evangelio profano, con su mocedad y pasión, su gloria y su muerte. “Comienza la vida de un hombre”. La película mostraba el tiempo de ese hombre y el tiempo de la nación, la Guerra Civil americana. En uno de los pasajes, el magnífico y quijotesco Lincoln de Griffith (dotado de una extraordinaria vis cómica y dignidad espiritual, cotidiano y exaltado, pródigo en parábolas y pequeñas gestas mundanas, con don para la premonición y andares en calcetines por la Casa Blanca) recibe la propuesta de ser candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos. En aquel momento es todavía un discreto abogado de pueblo. Coincide la insólita propuesta con el aviso por parte de sus hijos de que la cena está servida y de que su esposa se enfadará si tarda en llegar. “El país y la sopa, en ebullición al mismo tiempo”, bromea Abraham Lincoln ante los emisarios ilustres. El país y la sopa.

La película toda transcurre en una luz especial de realidad trascendida, de verdad mayor. Ese “radiante resplandor, raro, vagamente artificial” con el que Eisenstein caracterizaba el genio de Dickens, reencarnado en Griffith; quizás el fulgor en el lenguaje de los símbolos, la lengua metafórica característica del cine mudo, que en Abraham Lincoln entonaba el canto del cisne. El país y la sopa…

"En su tramo final se asoma al precipicio de manera fiera, descarnada"

La vida de la nación vuelve a aparecer en The Struggle, su última película. Sólo que ahora la batalla invierte su posición y no acontece en la esfera pública sino en la doméstica. La amenaza de destrucción no concierne al estado sino a la familia. Pero ambas están relacionadas, y si Lincoln mantenía unido al país desde el salón de casa, el anónimo protagonista de The Struggle ve cómo se resquebraja la paz del hogar y está a punto de desintegrarse su familia por su caída en el infierno del alcoholismo, en la América de la Gran Depresión y la Ley seca. Concebida como un melodrama social, con escaso presupuesto, vagamente inspirada en una novela de Zola, en la realidad nacional y en su propia biografía, Griffith concentró en ella lo que había aprendido décadas atrás y lo que le ofrecía el cine nuevo. En su tramo final se asoma al precipicio de manera fiera, descarnada. El orden se restituye, pero en el espectador de aquellas dos sabias películas de los años 1930 y 1931 persiste el pasmo que produce la capacidad descomunal de síntesis (el país y la sopa), el talento para mostrar el resplandor y el precipicio.

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