Los que nos dedicamos a escribir sobre cine tenemos claro que resulta imposible hacer justicia a una película en unas pocas líneas. Escribir sobre Sirât, el pasmoso largometraje del director español Óliver Laxe, es una empresa harto difícil, pues no en vano este filme se ajusta bastante bien al célebre anejir, algo alterado por mi parte, según el cual una película vale más que mil palabras. Cuando se estrenó en Cannes, las alabanzas y ditirambos que recibió Sirât se me antojaron algo superferolíticos y exagerados. Resulta que no lo son, ni mucho menos; ahora estimo que esos halagos hasta resultaron insuficientes. Este tipo, Laxe, un verdadero outsider del cine patrio, al que poco importan, creo yo, las lógicas bulímicas y monetarias que se han apoderado, cual endriago voraz, de la industria del espectáculo, está forjando una filmografía realmente estimulante. Si el visionado de O que arde ya permitía barruntar la irrupción de un cineasta a tener en cuenta, Sirât nos confirma, taxativamente, el nacimiento de un DIRECTOR DE CINE. Así, en mayúsculas, para dejar las cosas claras desde el principio. Laxe, como Kechiche, Trier o Erice, es un director que posee una mirada única, inimitable. Desde el exordio de la película, cuando aún estamos acomodándonos en nuestra butaca, una atmósfera inquietante, lúgubre y caliginosa se apodera del ambiente, una zozobra inefable recorre nuestro cuerpo y nos hiela la sangre. Sacamos el reclinatorio y nos preparamos, pues, para vivir una sesión cinéfila para la historia. Se abre el plano, y en las vastedades del páramo unos operarios de sonido preparan meticulosamente unos gigantescos altavoces que sonarán atronadoramente durante buena parte del metraje, cruzamos la frontera —Sirât— que separa la civilización de la barbarie y, aunque suene a tópico, durante las próximas dos horas viajaremos a la mismísima gehena.
Sirât nos narra la truculenta historia de un padre desesperado y de un hijo atribulado, excelsos, más allá del encomio, Sergi López y Bruno Núñez, que viajan al corazón agreste y escarpado de Marruecos para encontrar a su hija y hermana, respectivamente, una pubescente que, tras participar en una rave, una de esas macrofiestas dipsómanas, orgiásticas y dionisíacas que tanta celebridad han adquirido entre los desnortados adolescentes actuales, desaparece de la faz de la Tierra sin dejar rastro alguno. ¿Qué le ha ocurrido a esta pobre chiquilla? ¿Dónde se encuentra tras haber transcurrido cinco meses desde su desaparición?
A lo largo de su denodada y angustiada búsqueda, entre el ruido estentóreo y sobrecogedor que emiten los ciclópeos altavoces de la rave, el padre y su vástago se topan, como por ensalmo, con un grupo de bohemios jóvenes, más allá del bien y del mal, hastiados de la vida, que se disponen a viajar al corazón de las tinieblas para participar en otra cuchipanda desértica aún más desenfrenada. Allá que van, pues, Sergi López y Bruno Núñez, que aún conservan una fe incólume en la posibilidad de hallar con vida a la desaparecida chiquilla. A partir de aquí, lo que parecía ser una historia más o menos convencional se torna en lóbrega pesadilla, una experiencia sensorial arrolladora, una singladura por el tórrido desierto realmente deslumbrante. Un desafortunado accidente —no desvelaré de qué se trata, pues creo que sería indecente por mi parte arruinar el visionado de la película a potenciales espectadores que lean este texto— sumirá a todos los personajes en un periplo desesperanzado de expiación y de imposible redención. Nos hallamos ante un filme desquiciado, arriesgadísimo, audaz, sin miedo a nada ni a nadie, tremendamente libre y honesto, una radiografía certerísima sobre el cochambroso mundo que por desgracia padecemos; como aseveran durante el trascurso del filme, hace ya mucho tiempo que este mundo se fue al carajo. Durante esta singladura desértica, son constantes las alusiones al posible estallido de la Tercera Guerra Mundial, clara metáfora de una civilización delicuescente y valetudinaria, fiel reflejo del turbulento estado interior de nuestros personajes, todos ellos al borde de la locura. No hay nada que se parezca a Sirât. Estamos ante una película única e irrepetible, pero por citar algunos referentes claros que se me venían a la memoria mientras alucinaba en colores con este atronador y devastador viaje que ha pergeñado Laxe, no podía dejar de pensar en ese ambiente apocalíptico tan verdadero y terrorífico que transmite el rey del sci fi contemporáneo en sus famosas Wasteland, George Miller. Pareciera que en cualquier momento vamos a ver en pantalla al memorable Max Rockatansky, estantigua del páramo, homúnculo desengañado de la pantomima civilizatoria, vencedor implacable en la lucha darwiniana por la supervivencia: o espabilas o te vas para el otro barrio.
En otro orden de cosas, es fácil pensar también, como referencia ineludible de Laxe a la hora de armar Sirât, en el descenso al érebo coppoliano, Apocalypse Now, aterrador viaje al corazón de las tinieblas y de las lacerias atávicas que corroen las entrañas de nuestra civilización, la odisea de Willard para liquidar al coronel Kurtz, un militar que se ha vuelto tarumba perdido (o quizá no tanto) como consecuencia de la hecatombe vietnamita. Por último, si hubiera que citar a un maestro incontestable en el noble y honorable arte de hacer películas cuyo espíritu está latiendo durante todo el metraje de Sirât, ese sería, sin duda alguna, William Friedkin, afamado director de El exorcista, que en 1977, con Sorcerer, alcanzó el pináculo de su carrera, remake de El salario del miedo que, en manos de Billy, se transformaba, por arte de birlibirloque, en la más luctuosa metáfora que imaginarse pueda sobre ese terrible aforismo atribuido a Hobbes, “lupus est homo homini”. Sirât está ahíta de cargas malditas, tanto internas como externas, susceptibles de explotar en cualquier momento.
Laxe, al jugar tan habilidosamente con nuestras expectativas, logra perturbarnos y desconcertarnos al mismo tiempo que a los personajes de la película. No sabemos qué va a pasar en ningún momento, no inferimos que lo que iba a ser una ímproba búsqueda por el desierto se acabará convirtiendo en una tortura psicológica nihilista y desquiciada, alegoría sublime de un mundo, el nuestro, que camina inexorablemente hacia su propia autodestrucción. Arribamos al final de la película con las tripas removidas y el rostro desencajado y se nos viene a la memoria esa interminable carretera que filmara Lars von Trier en su increíble pero cierta Europa, una travesía sin fin hacia el núcleo enfermo del continente europeo, un viaje inolvidable aderezado con la hipnótica voz de Max von Sydow. Aquí no tenemos esa memorable voz en off, ni falta que nos hace: el semblante atribulado, mohíno y vacío de los supervivientes de tal tragedia habla por sí solo: no hay esperanza que valga, todo está perdido. Como diría el ya mítico sicario que encarnó excelsamente Michael Fassbender en la última película de David Fincher, The Killer: ¿qué motivos tenemos para seguir creyendo en la especie humana? Desde luego, tras ver Sirât no se me ocurren muchos…
Sí se me ocurre, en cambio, una buena ristra de razones para ir religiosamente a verla al Templo Oscuro: estamos ante el nacimiento de un hito del cine español, una película que, a buen seguro, será recordada como una de las experiencias estéticas cinematográficas más encomiables de lo que llevamos de siglo XXI, un filme que, a mi juicio, merece figurar, con total merecimiento, entre lo más selecto, grandioso y sublime que ha engendrado el cine español en lustros. Celebremos con entusiasmo, pues, la consagración de un DIRECTOR DE CINE, Óliver Laxe.
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