Pedro Martí se afianza como uno de los más destacados relevos generacionales en el género negro español con una historia sobre la complejidad de las relaciones familiares y las distintas caras del poder. En esta novela, una chica de dieciséis años desaparece una gélida noche de enero en Almansa, municipio en el que todo el mundo parece esconder algo.
En este making of Pedro Martí cuenta el origen de La mala hija (Destino).
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A los pies del castillo de Almansa, en pleno casco antiguo, vivía un hombre al que llamaban el pata-pollo. Una suerte de anciano malhumorado armado con una escopeta de caza cuyos cartuchos de sal, según contaban, descargaba contra criaturas que cursaban la EGB. Al pata-pollo lo rodeaba un halo de misterio a la altura de las mejores leyendas urbanas, y aunque muy pocos se aventuraban siquiera a describir su aspecto físico, casi todos en el pueblo habían oído hablar de alguien que conocía alguna víctima de sus sódicos disparos.
Mis compañeros juraban y perjuraban que aquel hombre tenía por toda ocupación aguardar en el rellano de su vieja casa, abrazando su arma, sentado en una mecedora que crujía con cada balanceo, a que los chavales del pueblo fuesen a tocar a su puerta atraídos por el misterio que suscitaban los rumores. Huelga decir que nosotros, mis compis del colegio y yo, fuimos a su encuentro en más de una ocasión. En nuestra defensa diré que en el pueblo no había demasiado que hacer, y una dosis de adrenalina a escasos pasos del parque se antojaba un suculento caramelo y nos hacía aparcar nuestro raído balón de fútbol aunque fuese por unos minutos. Y en defensa de aquel hombre diré que, si bien no era muy apropiado disparar a unos críos, tampoco era de recibo que moliésemos a golpes la puerta de su casa al tiempo que le proferíamos bravucones y desmedidos improperios. Porque eso es lo que hacíamos: tocar a su puerta y gritarle insultos antes de salir por patas.
Recuerdo nítidamente subir la escalinata del castillo con miedo, la respiración acelerada. Recuerdo su portal, y el gesto preocupado del Sergio, el más valiente, mientras se acercaba de puntillas hasta la vieja persiana de madera que protegía la puerta.
—¡Pata-pollo, hijo de puta!
La sangre bombeándome los pies, calientes dentro de las zapatillas pese a hallarnos en pleno invierno mesetario. El sálvese quien pueda, los fugaces vistazos hacia atrás para ver si la puerta se abría, el miedo a oír de pronto un disparo, y otro miedo, todavía mayor, a que la sal de los cartuchos de aquel loco hirviese de pronto bajo mi piel.
Lo cierto es que nunca vi al pata-pollo. Nunca hablé con él. No tuve ocasión de preguntarle por qué estaba enfadado con el mundo. Por qué diablos nos disparaba sal. Nunca descubrí si simplemente estaba cojo o si tenía la extremidad de un ave secándose alrededor de su cuello.
Como tantos otros adolescentes criados en un pueblo, quise materializar esa imagen ideal que se había generado en mi cabeza, la de mí mismo parcialmente disuelto en el anonimato de largas avenidas, frecuentando salas de jazz, leyendo en el metro y escribiendo mis historias con mi portátil en un Starbucks. Historias que sucederían en una gran ciudad como Barcelona, digna de mí y de mi talento. Qué idiota. Y qué mal hijo. Un mal hijo de Almansa, desagradecido y pretencioso como el que más.
Un día, en una de mis escasas visitas a mi padre en Almansa, sentí que algo había cambiado en la forma en que miraba a aquellas calles, a aquellas gentes que me seguían sonriendo misericordes, como si jamás les hubiese traicionado. Era octubre, pero aquel característico frío negro ya se había puesto cómodo allí. Pese a ello me apeé del coche y caminé en dirección al centro. Un silencio sepulcral me golpeó el estómago al descubrir allí un coche fúnebre haciendo su entrada en la plaza de la Asunción, la iglesia más importante del pueblo.
La muerte. Siempre la muerte. Incluso allí.
El germen de La mala hija se implantó en algún recoveco de mi cerebro, y de pronto no podía dejar de pensar en los numerosos atributos de Almansa que podrían dibujarla como un marco atractivo para la historia que había empezado a esbozar, para mi particular Twin Peaks. Las hectáreas de viñedos pelados, las fábricas, la industria del calzado, el frío invierno mesetario, las retorcidas ramas de los almendros, esos apellidos tan reconocibles y fácilmente trazables y esos motes que pasan de padres a hijos inflexiblemente… Todo de pronto me parecía mágico.
Entonces, mis ojos se fueron al castillo, imponente, a pocos metros de allí. Subí la escalinata como cuando era un crío, aunque esta vez no iba con el Sergio, el Cani y los demás. Solo estábamos yo y esa sensación que se me había agarrado al estómago.
El escenario había cobrado vida. Vida y muerte, para ser más justos. Había llegado el momento de volver a Almansa, de regresar a mis orígenes, de que este mal hijo pidiese perdón con una historia, con su mejor historia.
¿Cuál era la puerta del pata-pollo?
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Autor: Pedro Martí. Título: La mala hija. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros.
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